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‘Dadores de esperanza’ alcanzan refugiados al borde de la desesperación


NOTA DEL EDITOR: Paul Chitwood es presidente de la Junta de Misiones Internacionales.

VENEZUELA (BP) — Con las lágrimas que le corrían por el rostro, una anciana se paró frente a mí a mitad del camino en el Puente Internacional Simón Bolívar entre Colombia y Venezuela. Ella era una de los miles que cruzaban el puente a pie ese día. La mayoría cargaba comida, medicinas y otros artículos esenciales. Llegaron a Colombia para asegurar lo que fuera que llevaran en las manos o en la espalda antes de hacer el largo viaje de regreso al hogar.

Otros no tienen planes de regresar. Más bien, ya estaban a kilómetros de profundidad en las montañas colombianas con esperanzas de dirigirse a otros países suramericanos. Habían oído que había lugares donde los refugiados eran bienvenidos, había trabajos disponibles y que una vida mejor los esperaba.

Cuando escuchaba a la mujer y a muchos otros en el puente compartiendo sus historias, sus rostros estaban marcados por el dolor y el miedo. No hay electricidad en la mayoría del país. Las escuelas en ciertas comunidades están cerradas. Una persona contó que hay cuartos de hospital en los que las bolsas de basura cubren el suelo.

Como consecuencia de la colapsada economía, el trueque de artículos se ha vuelto la única manera de obtener los artículos básicos. Los billetes venezolanos son más valiosos como papel de notas que como dinero para hacer compras. Un viajero llevaba un bolso de mano que me di cuenta, al examinarlo de cerca, estaba hecho totalmente de billetes venezolanos.

Millones han huido del país. Sin embargo, muchos de los pobres que alzan vuelo encuentran la sobrevivencia afuera de Venezuela tan desafiante como la vida adentro de Venezuela.

En un albergue a la orilla del camino donde los bautistas del sur se asocian con las agencias de alivio para proveer comida, duchas, y ropa de abrigo, conocimos a un hombre, un trabajador de la construcción, en su viaje de regreso a Venezuela. Había cruzado la montaña Berlín dos veces.

A una elevación de más de 3018 metros, donde las temperaturas regularmente bajan al punto de congelación, la montaña Berlín es uno de los muchos riesgos que esperan a los refugiados. Después de su primera travesía, este hombre había viajado semanas a un lugar en el que estaba seguro podría ganar algún dinero para enviarles a su esposa e hijos allá en casa. Pero pronto supo que el mercado de trabajo estaba inundado por aquellos que habían llegado antes que él. Sin permiso de trabajo, estaba seguro de morir de hambre. Las pocas posesiones que llevaba en su esperanzadora travesía se las habían robado. Su única opción era regresar.

No tenía nada en las manos, pero el peso de su fracaso lo aplastaba. La ropa harapienta del hombre y los labios temblorosos contaban la historia: “¡No hay esperanza! ¡No hay vida! ¡No tenemos esperanza!”

En otra parada del camino, conocí a una mujer que había desertado del ejército venezolano. No tuvo corazón para hacer lo que a los soldados se les ordenaba hacer en respuesta al conflicto. Pero ahora, con sus hijos estancados en Venezuela al cuidado de su madre, su dolor y sufrimiento parecían más de lo que podía soportar. Se ofreció de voluntaria en un pequeño mercado para servir a otros refugiados. Arriba de su cabeza en las paredes había cientos de notas, cada una decía una parte de la dolorosa historia de aquellos que peregrinaron a través de: “¡No hay esperanza! ¡No hay vida! ¡No tenemos esperanza!” leían las notas.

Pero hay esperanza.

Junto a mí en el puente había dadores de esperanza. En el albergue a la orilla del camino donde colaboramos con agencias de alivio había dadores de esperanza. Y en el mercado donde paramos había dadores de esperanza. Algunos eran misioneros bautistas del sur. Otros eran pastores y misioneros bautistas colombianos y venezolanos — los hijos y nietos espirituales de aquellos que escucharon el Evangelio como resultado de la obra bautista del sur en Colombia y Venezuela allá por los años 1940s y 1950s. Algunos eran la siguiente generación de plantadores venezolanos de iglesias en un año de entrenamiento, mucho del cual gira alrededor de los refugiados.

Todos esos dadores de esperanza han oído y creído el Evangelio y han comprometido su vida a compartirlo. El impacto que están teniendo en aquellos dejados sin esperanza por las circunstancias de su vida y país es poderoso e instantáneo.

En el puente, una sonrisa se dibujó en el rostro cansado y cubierto de lágrimas de la anciana cuando sus brazos se abrieron para un abrazo. La carga del fracaso del trabajador de construcción pareció aligerarse. Él, también, se inclinó para un abrazo. La desertora del ejército se enjugó las lágrimas y sonrió mientras nos abrazaba a cada uno de nosotros. Solamente unos pocos de sus problemas inmediatos fueron resueltos cuando recibieron un sándwich, una ducha, un suéter, pero se les había dado esperanza.

Y oyeron que en Cristo, siempre hay esperanza, siempre hay vida, siempre hay esperanza. Gracias, bautistas del sur, por compartir la vida que da esperanza con los damnificados de Venezuela.