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EDITORIAL: Cuando azota la tormenta


BRENTWOOD, Tenn. (BP) — En los últimos días cuando encendemos el televisor o cuando leemos las noticias en la prensa o en el internet, la mayor parte de las mismas están dedicadas a los daños causados por los huracanes Harvey e Irma. Tengo muchos amigos que viven en Houston y muchos familiares y amigos que viven en la Florida.

Durante este tiempo hemos estado pensado mucho en ellos y hemos estado orado por su seguridad, para que ningún daño les ocurriera. Y es que hay eventos naturales ante los cuales los seres humanos somos impotentes. Simplemente no hay algo que podamos hacer para impedir que ocurra la catástrofe.
Viene a mi mente el pasaje del evangelio de Marcos 4:35-41. Al llegar la noche, Jesús le pidió a sus discípulos que pasaran al otro lado del Mar de Galilea. Este es un lugar donde con frecuencia se levantan fuertes tormentas. Pero los discípulos de Jesús eran pescadores, verdaderos “lobos de mar” que habían pasado la mayor parte de sus vidas navegando y enfrentado vientos y tormentas.
En esa ocasión, cuando se habían adentrado mucho en el mar, el viento y el mar se pusieron tan embravecidos que los discípulos, al ver que la barca se estaba llenando de agua por las olas, temieron por sus vidas. Y entonces fueron corriendo a despertar a Jesús que dormía plácidamente en la popa de la embarcación. “Maestro, ¿no tienes cuidado de que perecemos?” Dijeron los discípulos, que llamaban a gritos a Jesús, con un tono de angustia y desesperación en sus voces.
Entonces, Jesús levantándose, reprendió al mar y al viento y de inmediato se hizo la calma.
Siempre me ha llamado la atención en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas que, al narrar este episodio, hay algo en lo cual los tres escritores coinciden exactamente: Al ver lo que había ocurrido, los discípulos, unos a otros se preguntaban: “¿Quién es este, que aun el viento y el mar le obedecen?”
Tengamos bien presente que estos hombres lo habían dejado todo para seguir a Jesús. Estaban con Él las 24 horas del día, los siete días de la semana. Jesús los había llamado para que lo siguieran, y sin pensarlo dos veces habían dejado atrás sus oficios y a sus familias para seguirlo. Escuchaban de Él y le preguntaban sus dudas durante todo el día. Humanamente se pudiera decir que eran las personas que mejor conocían a Jesús en ese tiempo. Y precisamente ellos, se preguntaron: ¿Quién es este?
Y la gente se ha seguido haciendo la misma pregunta a través de los siglos: ¿Quién es este?
Y hay tormentas que todos los seres humanos tenemos que enfrentar, no solamente los fenómenos climatológicos naturales. Hay tormentas mucho más terribles e inevitables, como: la muerte de un familiar querido, la enfermedad de alguien que amamos, una enfermedad que nos ataca de manera inesperada, la pérdida de un empleo, los cambios que produce la jubilación, enfrentar los retos de la ancianidad, luchar para salir adelante cuando los recursos no son suficientes para cubrir las necesidades, y la lista sigue de manera interminable. ¡Esas también son tormentas!
Y el mismo Jesús que reprendió al mar y al viento y estos le obedecieron, está dispuesto a ayudarnos a salir de nuestras tempestades. La respuesta a la pregunta que se hacían los discípulos en la barca: ¿Quién es este? La dio el apóstol Pedro en otra ocasión, cuando le respondió a Jesús diciendo: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”.
Y esa es la clave. De acuerdo a la respuesta que la gente dé sobre quién es Jesús, los resultados cambian. Cuando la noche es oscura, cuando el viento y las olas de la vida parece que van a hacer zozobrar a nuestra frágil embarcación, Jesús está listo para salir al rescate de aquellos que han confiado en Él y lo han recibido como Señor y Salvador.
Cuando los desastres naturales azotan zonas de nuestro planeta, de inmediato hay muchos miles de personas dispuestas a ayudar, como voluntarios, haciendo donaciones y haciendo mil cosas más. Ese es un hermoso gesto al que debemos siempre estar dispuestos a unirnos.
Pero con qué frecuencia pensamos en aquellos que están a nuestro alrededor, pereciendo antes las tormentas de la vida por no saber quién es Jesús. Sin duda, los cristianos estamos llamados a ser faros que esparzan la luz de evangelio cuando azoten las tormentas de la vida.

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  • Óscar J. Fernández